Oscuro, Caballero Oscuro

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Contiene spoilers, por supuesto.

Sensaciones encontradas tras ver este Skyfall de Sam Mendes. La película recupera al mejor «nuevo Bond», el pausado y reflexivo de Casino Royale, después de ese incomprensible reconcentrado de 100 minutos de mamporros sin juicio, ritmo ni pulso que fue Quantum of Solace. Pero reincide en el aspecto más discutible de esta reinvención del héroe: el «modelo Nolan», según el cual la profundidad del discurso debe pasar por la vulnerabilidad del héroe. En el caso de Bond, esa debilidad es puro gatillazo: Bond sufre porque las chicas ya no yacen en su cama, sino en la tumba. Y por su maldita culpa. Pobre.

Lo que Skyfall nos dice no es ya que Bond deba ser Jason Bourne para que lo tomemos en serio, sino que debe dejar de ser James Bond. El acabóse. Pero por si acaso, entre las pausas trascendentales y los ceños fruncidos, se nos ofrece un viaje en Aston Martin, un nuevo invento de Q y hasta un guiño (muy Robin en el último Caballero Oscuro) a la mismísima Moneypenny. Pero tanto moverse entre la solemnidad y el homenaje autoirónico conlleva sus riesgos. Y así cuando el guión, en su tramo final, apela a ese pacto tácito con el espectador de suspensión de la incredulidad que constituye la marca de fábrica de la saga, es ya demasiado tarde: ya no podemos comprender esa huida final a una cabaña en medio de la nada, sin armas ni estrategia y con un anciano cazador como único recurso defensivo. Y tampoco entendemos que todo el plan del villano pase por asesinar a una persona en cuya casa Bond se cuela sin problemas a la media hora de película, toda vez que parece estar peor defendida incluso que la propia sede del MI6.

Tampoco es aceptable que la saga más longeva de la historia del cine copie sus golpes de efecto a sus más ilustres herederas (esa huida del Joker -perdón, Bardem- de la sede de la policía, ese trauma infantil del pequeño James Bond – ¿o era Bruce Wayne?- por la muerte de sus padres). Hay que decir, eso sí, que el punto irónico de la historia gana muchos enteros cuando el villano, en un alarde de deliciosa maldad, propone a todo un James Bond un improvisado cambio de acera para aliviar el trauma de éste con las mujeres.

Pero lo peor de este (por lo demás notable) film es su descarada subida al carro del nuevo timo de la estampita cinematográfico, versión reciente: la secuela infinita comienza a estar mal vista, por lo que la disfrazamos de precuela autorreferencial de elevadas pretensiones. El final de la película nos dice, tranquilizadoramente, que nos ha llevado tres films volver al punto de partida. «Ha sido un calentón y nos hemos puesto un poco serios y solemnes, pero no se preocupen: ya se nos ha pasado. James Bond will return, y volverá a ser el que era». ¿Para qué entonces tanta gaita? Lo hemos pasado bien, incluso rematadamente bien con Casino Royale y Skyfall, pero no era tan necesario justificarse en nombre de quién sabe qué arte: nos habríamos divertido igualmente si Daniel Craig se hubiera enfrentado a malvados de metálicas mandíbulas con relojes que disparan flechas de veneno. Quizá Sam Mendes haya querido recordarnos que echamos de menos a Spectra, al gato y a Shirley Bassey. Puede ser. Larga vida a 007 entonces, pero por favor: no me lo vuelvan a vestir de murciélago en plena crisis personal.

Acerca de Iker Zabala

Iker Zabala, ingeniero de telecomunicaciones, aficionado al cine, la música y la literatura y colaborador de la revista Jot Down. Me puse muy estupendo con los amigos, denostando con mucha suficiencia Twitter y otras "redes sociales" y jurando que jamás me abriría una cuenta ahí. He creado este blog para disimular y vencer el mono.
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