« A questa domanda, da ragazzi, i miei amici davano sempre la stessa risposta: «La fessa». Io, invece, rispondevo: «L’odore delle case dei vecchi». La domanda era: «Che cosa ti piace di più veramente nella vita?».
Ero destinato alla sensibilità. Ero destinato a diventare uno scrittore. Ero destinato a diventare Jep Gambardella. »
« De pequeños, a esta pregunta mis amigos daban siempre la misma respuesta: “El coño”. Pero yo en cambio respondía: “El olor de las casas de los viejos”. La pregunta era: ¿Qué es lo que realmente te gusta más en la vida?
Yo estaba claramente destinado a la sensibilidad. Estaba destinado a convertirme en escritor. Estaba destinado a convertirme en Jep Gambardella. »
Ya lo ven, hemos asistido a otras presentaciones de personajes en el cine, pero todas son peores, qué se le va a hacer. No se preocupen, no estamos aquí para seguir glosando las bondades de La Grande Bellezza de Paolo Sorrentino. Ya lo están haciendo muchos otros, y muy bien. Tanto que, como sucede al Jep Gambardella de la película, corremos el riesgo de que nuestro propio criterio ante la obra de Sorrentino se pierda entre tantas bellas alabanzas, se amodorre y haga que demos por sentadas varias cosas del film olvidando lo esencial: que es, sí, una obra maestra.
Así que poco más se puede añadir a lo que ya han dicho otros, pero cabe comentar algo que subyace en varios análisis publicados: la deuda que Sorrentino parece haber contraído con La Dolce Vita (1960) de Federico Fellini. Está claro que el director de Rimini es una de las referencias de Sorrentino, más allá del hecho de que este lo citara en su discurso al recibir el Oscar el mes pasado. Pero esta supuesta deuda no es muy diferente de la que tiene cualquier director con los cineastas a los que admira y que por tanto han sido claves en su formación como autor. Digo esto porque ciertas críticas parecen negar a Sorrentino su potentísima, propia voz, alabando la película pero viendo en ella poco más que una renovación del clásico de Fellini. He llegado a leer la palabra «remake» por ahí.
Yo, que nunca he sido demasiado de La Dolce Vita (sí en cambio, y mucho, de 8 1/2 y de todo lo que hizo Fellini antes) no acabo de entender todas estas supuestas «inevitables comparaciones» entre ambos films. Creo que son películas que poco tienen que ver entre sí, por más que compartan escenario y protagonista en plena crisis introspectiva. Pero hay tantas crisis personales como seres humanos, y la de Marcello Rubini poco o nada tiene que ver con la de Jep Gambardella. Si ambas películas estuvieran rodadas en Nueva York, un suponer, nadie haría estas comparaciones, creo yo. Supongo que parte de ello viene del hecho de que La Grande Bellezza haya venido a reclamar el trono de «la gran película sobre Roma». Puede ser.
En cualquier caso considero probable que al menos una parte de los que defienden hoy la deuda absoluta de Sorrentino con Fellini no se han sentando nunca a ver La Dolce Vita. Porque hablamos probablemente de la película de la historia del cine de la que más se habla sin conocimiento de causa. Es decir: sin haberla visto. Hasta tal punto La Dolce Vita, como concepto, se ha mimetizado con el «sarao», el famoseo tombolero y demás instigadores del corte de venas que me he hartado de oír referirse al film de Fellini como una especie de comedia o una parodia simpática de cierto estilo de vida desinhibido de la Roma de finales de los los cincuenta. Pardiez: cualquiera que la haya visto sabe que es cualquier cosa menos una comedia.
Fellini entregó una obra sobre el esplendor vulgar, el placer fugaz, la exaltación de lo superficial, el tópico como arquetipo, y dio en el clavo hasta tal punto que estas cualidades, que él identificó entonces como amenazas incipientes, son hoy paradigma y regla dentro del ruido contemporáneo (o del «bla bla bla» que diría Jep Gambardella). En ese ruido se engloban algunas (no todas) de esas críticas desganadas que evitan entrar en el meollo argumental que plantea Sorrentino (cómo debe ser vivida la vida, nada menos) y por tanto despachan la reseña en cuatro líneas con ese sintagma tan socorrido: «la nueva Dolce Vita», dicen.
En definitiva, que vemos Roma en una pantalla y nos pierde el tópico. De hecho sorprende que no se destaquen los paralelismos de La Grande Bellezza con 8 1/2, que los hay. Qué se le va a hacer, es que ahí no sale la cúpula de San Pedro, y claro, así no. Es más fácil agarrarse a ese sintagma socorrido («¡¡el nuevo Fellini, oiga!!») porque nos permite ir corriendo a Twitter a comentar la siguiente cosa que veamos y compartir postureos en Facebook («¡Y ahora a por el cine iraní, vamos ahí!»). Preferimos así echar un vistazo rápido a La Grande Bellezza, crearnos una imagen mental instantánea de lo que hemos visto y correr a ver lo siguiente. Y convertimos esas imágenes mentales en poco más que una foto tomada por Paparazzo: disparamos el flash y a otra cosa. Luego acompañamos la foto con un titular facilón (en el muro de Facebook, preferiblemente) y ya está. Ya lo ven: Fellini nos tenía a todos bien calados.
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