No puedo evitarlo: siento una empatía casi infantil por ciertos caprichos de algunos directores de cine empeñados en ideas que parecen estúpidas sobre el papel, y que a menudo demuestran serlo una vez materializadas, pero que revelan una pasión sincera por el oficio y, en el mejor de los casos, descubren a un perturbado maravilloso tras la cámara. Me encanta, por ejemplo, saber que Kubrick dedicó una ingente cantidad de tiempo vital, mil desvelos y malas tretas (la leyenda dice que birló una cámara a la NASA) con el exclusivo propósito de poder iluminar el set de las escenas nocturnas de Barry Lyndon con velas. Aquí un ejemplo:
¿El motivo? La luz eléctrica no existía en el siglo XVIII, e iluminar el set con luz articifial habría sido, reconozcámoslo, cosa de pésimo gusto. No sabemos qué pensaría el sufrido productor del film de semejante gesta, aunque podemos suponerlo por el (¡injusto!) resultado en taquilla de la película. Pero sí sabemos lo que opinaba Billy Wilder al respecto. En ese libro seminal y maravilloso que es Conversaciones con Billy Wilder el genio dice a cuenta de Barry Lyndon: «¡A nadie le importa un pito si es la luz de las velas o no!» Por una vez, y sin que sirva de precedente, uno tiene que contradecir a Wilder, lo cual crea una sensación bastante rara.
El de Kubrick es un ejemplo entre miles. Ahí está Hitchcock, empeñado en rodar La Soga como un único plano secuencia imposible de ochenta minutos o (más barato, pero igualmente entrañable) en meter una bombilla dentro de un vaso de leche para llamar la atención del público y sugerirle que Cary Grant lleva un vaso lleno de veneno a Joan Fontaine en Sospecha (1941). Y por supuesto está Francis Ford Coppola, ese hombre que sacó a sus hijos del colegio y empeñó su casa para irse a vivir a la jungla y batirse allí el cobre con Marlon Brando, sacándole de su estado catatónico y obligándole a ganarse el sueldo de un millón de dólares semanales por improvisar (magistralmente, hay que decirlo) decenas de frases inconexas a costa del fin del mundo en Apocalypse Now. No resulta extraño por tanto que quince años después Coppola decidiera utilizar exclusivamente para su (magnífico) Drácula trucos y efectos especiales propios del cine mudo… el mismo año en que la revolución digital asomaba la patita en Parque Jurásico y Terminator 2. De hecho Coppola llegaría a rodar una escena de la película con una cámara Pathé de los años diez por el puro placer de hacerlo, y no queda sino abrazarle ininterrumpidamente por ello.
Pero yo quería hablar aquí del gran, único, entrañable e inquietante Dario Argento. Por simplificar las cosas algo excesivamente: el John Carpenter italiano. Argento, padre de ciertas películas memorables y de varios encantadores bodrios con sorprendentes e innegables destellos de genio, tiene todo mi respeto desde que hizo una de estas locuras maravillosas durante el rodaje, en Turín, de la más célebre de sus películas.
La trama de Profondo Rosso (1975), titulada Rojo Oscuro en España, gira en torno a un brutal asesinato al que asistimos en los minutos iniciales: el protagonista deambula por el centro de una ciudad (Roma en la ficcion, Turín en realidad) de madrugada, durante una de esas noches en las que las calles se las reparten noctámbulos borrachines e insomnes sin remedio. Intercambia cuatro frases desganadas con un amigo ebrio en una plaza desierta, frente a un bar solitario. Entonces súbitamente ve, en la ventana de uno de los edificios que dan a la plaza, cómo una mujer es asesinada.
Argento tuvo un capricho genial para crear el mágico e inquietante ambiente de silencio y soledad de esa noche: decidió acudir a la fuente, lo que quiere decir que se inspiró directamente en el célebre cuadro de Edward Hopper «Nighthawks» (1942). Este de aquí:
¿Qué hizo Argento? Hacer construir, para una escena de cinco minutos, un bar idéntico al del cuadro en la céntrica plaza CLN de Turín. El decorado se alzó sobre la misma calzada que atraviesa la plaza y, claro está, tuvo que ser desmontado al final del rodaje. Aquí tienen la escena de marras:
Voy a Turín varias veces al año porque mi mujer es de allí. Y cuando paso por la plaza CLN, lo que suele ocurrir en todos los viajes, bajo la cabeza y miro hacia el suelo, como con respeto. Es inevitable, qué quieren que les diga.
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