La última película de Pixar nos cuenta que estamos gobernados por nuestras emociones. Que esas emociones interaccionan, crecen, mutan y cambian con el tiempo. Que los bebés pasan de la alegría a la tristeza de modo aparentemente instintivo pero inexplicable, la alegría toma el mando en la infancia y la pubertad se anuncia por un largo período de desorientación en el que el miedo, el enfado y la repugnancia son los motores de la identidad. Y que el fin de la infancia es ese proceso por el cual la alegría pierde progresivamente su lugar predominante en favor de un sistema de percepciones mucho más rico y complejo en el que la tristeza, esa emoción que nos acompaña desde el nacimiento, se vuelve mucho más consciente de su lugar en nuestra corteza sensible.
La última película de Pixar no nos cuenta muchas cosas que no sepamos, pero se sale de ella con el córtex cerebral en estado de ebullición y con nuestras emociones en visible esfuerzo por obsequiarnos con un duradero estado de euforia. Del revés es, digámoslo ya, una de las comedias más redondas que hemos podido ver en el cine en los últimos años. También un pequeño prodigio, aunque lo de «pequeño» se le queda así, pequeño.