
Imagen: Black Label Media / Gilbert Films / Impostor Pictures / Marc Platt Productions / Summit Entertainment
Como a las películas se entra por acción y efecto de nuestra empatía con los protagonistas, a mí La La Land terminó de atraparme cuando vi a Ryan Gosling todo mustio él, mohíno, luciendo caidita de ojos con la mirada fija en la puerta de un legendario club de jazz al que el puñetero progreso ha convertido en un «samba & tapas bar». Se me despertó ahí la conexión emocional, pues recordé entonces las tres o cuatro veces que he caído en parecido ejercicio de calculado masoquismo acercándome al Boulevard des Capucines de París para volver a comprobar que lo más visible, desde el exterior al menos, del edificio donde los hermanos Lumière presentaron al mundo el cine por primera vez es una tienda de GAP. En realidad el edificio alberga también un elegante hotel y un café cuya decoración rinde justo homenaje a los hermanos, pero poco importa: los nostálgicos perennes de épocas que nunca hemos vivido nos nutrimos en parte de falsas afrentas y elaborados autoengaños. Así que un GAP y nada más que un GAP, qué vergüenza, dónde vamos a parar y tal. Y sin embargo a nosotros, a los que nos pone lamentarnos de todo lo que de nuevo nos trae lo nuevo, La La Land nos ha jodido un poco el invento, porque ahora ya ni siquiera podemos decir eso tan fino de que ya no se hacen películas como las de antes.