Liga de uno: nadie hace películas como las de Apichatpong Weerasethakul

Empecemos de la manera más aburrida posible, que así esto no puede sino mejorar. ¿Sabe usted cómo define el Sistema Internacional de Unidades al amperio, unidad de medida de la corriente eléctrica? Pues como la “intensidad de una corriente constante que, al circular por dos conductores paralelos rectilíneos de longitud infinita (infinita, y si no se lo cree pruebe en casa) de sección circular despreciable (no vaya a ser) y situados a una distancia de un metro uno del otro, en el vacío (solo faltaría), produciría entre estos conductores una fuerza igual a dos diezmillonésimas de newton por metro de longitud”.
Conductores paralelos rectilíneos situados a un metro de distancia, ya ve. ¿Y un metro qué es? Pues nada sino la “longitud del trayecto recorrido por la luz en el vacío en un intervalo de tiempo de 1/299 792 458 segundos”.

¿Y un segundo? No continuemos, que creo que ya me sigue: amperios, metros y segundos son patrones, útiles científicos para medir el asombro inicial ya olvidado, el del primer hombre de las cavernas que alucinó con un rayo, que le pegó una patada a una piedra y la vio caer algo más allá, o que notaba que algo pasaba, que avanzaba sin descanso y sin volver atrás unas tres mil seiscientas veces entre las dos y las tres.

No sé si usted también se ha fijado, pero me parece a mí que de un tiempo a esta parte la crítica cinematográfica media tiene algo de método científico en lo que se refiere a su cansina busca de patrones. De ahí la adjetivación referencial (“almodovariano”, “alleniano”, “tarantiniano”) el elenco no de los hallazgos, sino de los homenajes a obras pretéritas de la película de turno, y la búsqueda y celebración no tanto de un producto novedoso como del más o menos afortunado vaso comunicante de una tradición. Quizá no sea un problema del observador, sino del producto: a lo mejor hace años que el cine es una grata experiencia a repetir, pero no por descubrir. El lienzo es siempre el mismo, y aunque las herramientas y las historias varían, los mecanismos narrativos se repiten. La primera vez como patrón; las sucesivas, como guiño.

Debemos tener la derrota bastante asumida, porque hasta le hemos dado un nombre y lo hemos disfrazado de cualidad positiva: “postmodernismo”. Los que escribimos sobre esto tiramos entonces de recursos estilísticos muy apañados, diciendo que se hace “buen cine de género” o “en la mejor tradición”. Paja toda, fraseos repetitivos que no son sino la manera pudorosa de asumir que no habrá nada nuevo, que no queda sino adornarse con capas cansinas de erudición. Y de vez en cuando jugamos a creernos que ha llegado la disrupción, el descubrimiento, la apertura de la ruta naval del Atlántico. Pero ni siquiera entonces hablamos de “invenciones”, sino de “reinvenciones”.

¿Pero qué ocurre cuando la novedad llega de verdad, cuando asoma el cine más libre, que es el que no tiene género? Pues que no sabemos cómo describirlo, porque nos queda así como off-limits de la RAE y del diccionario de patrones.

Es lo que me pasa a mí ahora, que me han pedido escribir sobre el cineasta tailandés Apichatpong Weerasethakul y me he puesto a hablar de amperios.

Enlace al artículo completo.

Publicado originalmente en el número 19 de la edición impresa de Jot Down: “Especial Islas”.

Acerca de Iker Zabala

Iker Zabala, ingeniero de telecomunicaciones, aficionado al cine, la música y la literatura y colaborador de la revista Jot Down. Me puse muy estupendo con los amigos, denostando con mucha suficiencia Twitter y otras "redes sociales" y jurando que jamás me abriría una cuenta ahí. He creado este blog para disimular y vencer el mono.
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