En el delicioso prólogo que escribió para la edición occidental del I Ching, el milenario Libro de las Mutaciones chino, Carl Gustav Jung confiesa su cautela, su temor, su sensación de estar arriesgando su prestigio intelectual por alabar un libro que funciona como guía de consulta del oráculo más antiguo del mundo, y al que se atribuyen propiedades adivinatorias cuasi mágicas desde hace tres mil años. En el escepticismo de sus colegas occidentales, así como en la persistente vigencia del libro en Oriente, identifica Jung una confrontación antropológica entre la causalidad, al oeste, y la casualidad, al este. Señala que el estudio de la causa y su efecto rige el mundo occidental, donde se pretende identificar, clasificar y aclarar el origen de todos los fenómenos sensibles. Y sin embargo la permanente atención al hecho aislado, al suceso inexplicable, casual, caracteriza al pensamiento oriental. Por eso, dice Jung, China, u Oriente por extensión, no ha tenido una revolución científica, pero vaya si la ha tenido espiritual. En un giro estupendo, Jung decide entonces consultar al propio libro la pertinencia de escribir el prólogo a riesgo de ser ridiculizado por las élites académicas, pero no vamos a hablar todavía de eso.
A la causalidad, que explica los hechos sensibles por medio de su extrapolación a las condiciones aisladas e ideales de un laboratorio científico, convirtiéndolo en el lugar donde es posible que algo ocurra de la misma exacta manera dos, cien, doscientas veces, Jung opone el concepto de “sincronicidad”, que defiende que no hay dos hechos iguales separados en el tiempo porque su observador tiene, como todos, un estado psíquico variable. No somos la misma persona hoy que hace tres meses, ni siquiera que antes de tomar el café, vaya. Por eso nada ocurre dos veces y todos los hechos son diferentes, en cuanto que cada uno de ellos posee la calidad peculiar de ese momento; todas las experiencias son casuales, resultado de la mutación continua del espectro sensible. Siendo así, todo lo que ocurre merece entonces nuestra atención, principalmente esos fenómenos fascinantes que en el occidente empírico llamamos, claro, “inexplicables”, y que clasificamos en una categoría quizá demasiado vasta: la de los frutos del azar.
De la “sincronicidad” sabía mucho Auggie Wren, el estanquero de esa joya titulada Smoke, una película escrita por Paul Auster cuyo protagonista fotografiaba cada mañana la misma esquina de Brooklyn, a la misma hora, con el mismo ángulo de cámara. “Todas son iguales, pero todas son diferentes” decía al mostrar orgulloso su colección de cuatro mil instantáneas. Del azar sabe mucho Paul Auster, que ha llenado sus novelas, de El Palacio de la Luna a Invisible, de El libro de las ilusiones a, claro, La música del azar, de coincidencias asombrosas, de casualidades inexplicables, de giros de la trama imposibles, muy parecidos a los que desfilan también por Creía que mi padre era Dios, un libro del que Auster no es tanto autor como instigador y editor, nacido del Proyecto Nacional de Relatos de la NPR (la Radio Pública Nacional americana).
Publicado originalmente en el número 22 de la edición impresa de Jot Down: “Especial Bibliofilia”.