Gattaca (Andrew Niccol, 1997) es una película cuyo fracaso comercial en los noventa le teje hoy hechuras oportunas de película de culto. A ello contribuye también que sea un raro caso de cine distópico y optimista, muy socorrido en estos tiempos en que la actualidad política, científica y medioambiental empieza a convertir a Black Mirror en una serie de miraditas al pasado, de documentales históricos, cuando debería ser al revés. Gattaca tranquiliza porque exhibe cierta glosa heroica del hombre que lucha contra los peligros del progreso y escapa a su destino. En una sociedad preconfigurada matemáticamente, que ha eliminado de la fórmula todo resto de la cultura del mérito personal, el protagonista se propone demostrar al mundo con su esfuerzo que la tiranía genética no le ha robado su futuro. A los veinte minutos de película ya parece claro que lo conseguirá: Vincent (Ethan Hawke) reta a una carrera de natación a su perfectísimo hermano Anton (interpretado oportunamente por un actor -tres en realidad, porque lo vemos crecer- de rasgos que emparentan al director de casting de Gattaca con el de El triunfo de la voluntad). Vincent, que para eso se llama Vincent, vence la apuesta contra todo pronóstico, y halla entonces la motivación para buscar las fisuras del sistema por las que pueda escapar del destino gris que un frío determinismo matemático prevé de antemano para los “de-Gen-erados” como él. Como lo que se propone entonces es ser aceptado en Gattaca para una misión espacial a una luna de Saturno, el hecho evidente de que al final de la película logrará su objetivo, con subida de música incluida, carece de las revelaciones fatales de un spoiler: puro determinismo matemático del guionista.
Decía Dostoyevski por boca del protagonista de Memorias del subsuelo que la ciencia lograría un día sintetizar todos nuestros procesos cerebrales, decisiones y emociones en una fórmula aritmética precisa. Sirviéndose de la variable de entrada de los acontecimientos externos, la fórmula sería capaz de prever, desde nuestro nacimiento, qué pensaremos, sentiremos y percibiremos en cada momento de nuestras vidas. Obtendríamos entonces la piedra de Rosetta de la emoción humana, todas las relaciones de causa y efecto de los procesos químicos de nuestro cerebro, y el libre albedrío de los hombres moriría al perder la percepción de nuestros grados de libertad dentro de ese mastodonte matemático que Dostoyevski llamaba “el palacio de cristal”, y que ya asoma en el horizonte en forma de algoritmos de Big Data progresivamente inquietantes. Véase ese de Cambridge Analytica que, dicen, es capaz de orientar el destino de nuestros votos en las elecciones, y que prefigura una opinión pública convertida en mero hámster entretenido en su ruedecita. La señora Distopía parece haber entrado ya por nuestra puerta y saluda al personal, y sin embargo a mí me parece que hay motivos para el optimismo.
Publicado originalmente en el número 25 de la edición impresa de Jot Down: Especial Futuro imperfecto.