Hace algo más de un año que Amazon Studios mantiene bloqueada la distribución del cuadragésimo octavo largometraje de Woody Allen, A rainy day in New York, a raíz de que en 2017 el clima cultural nacido del movimiento MeToo y una posterior entrevista televisiva a su hija Dylan inspiraran una reinterpretación (sin nuevas revelaciones, con los mismos datos revisados bajo un nuevo faro moral) de unos hechos acontecidos en 1992: Allen fue acusado entonces de abusos sexuales a Dylan, pero una investigación de seis meses de la Policía de Connecticut y otra de catorce meses del departamento de servicios sociales de Nueva York dictaminaron que no existían pruebas creíbles.
2018 fue así el primer año en casi cuarenta sin estreno de la película anual del neoyorquino, pero 2019 es al menos año de efemérides de un cineasta tan prolífico que es una efeméride en sí mismo. Y es que hay para elegir: se cumple medio siglo de su debut como director (Toma el dinero y corre), cuarenta de Manhattan, nada menos, treinta y cinco de Broadway Danny Rose o veinticinco de Balas sobre Broadway. Pero dado que vivimos tiempos nada fáciles para la justicia que emana del derecho, pero fascinantes para la sociología (Tsevan Rabtan, en otro contexto, ha hablado de “orgía moral”), se impone celebrar los treinta años de Delitos y faltas (Crimes and Misdemeanors, 1989) no solo por ser una firme candidata a mejor obra del cineasta, sino porque hablamos, seguramente, de la gran película moral de Woody Allen.