
Quién iba a pensar que tras cinco décadas de aproximaciones satíricas, mordaces, trágicas y brillantes al inevitable pesimismo ante la vida, a la falta de sentido, al vacío existencial y a otros vicios de la clase ilustrada occidental, los últimos azares personales llevarían a Woody Allen a adoptar la suave serenidad de los sabios orientales. Preguntado recientemente por la paradoja de que Día de lluvia en Nueva York no pueda verse en ningún cine de Manhattan, el cineasta respondió: «Si la película es mala tendrán suerte de no verla. Si es buena se la habrán perdido, y no puedo hacer nada al respecto. Solo puedo hacer la película». No hay rastro aquí del fatalismo de aquel «la vida se divide entre lo absolutamente horrible y lo simplemente miserable, y tendrás suerte si solo te toca lo segundo». O de la pesadumbre ante la ausencia de respuestas, como en «si no sé cómo funciona el abrelatas cómo voy a saber por qué existieron los nazis». En esa respuesta de Allen y en su última película no hay nada de esto. Solo hay un señor mayor que, en medio de cierto vapuleo general a su persona, renuncia a la batalla contra sus circunstancias para entregarse a la contemplación serena, anacrónica, fuera del tiempo (eterna en el sentido de los místicos) de las bellas cosas que le han alegrado un poco la vida.