
Cuando John Ford estrenó El hombre que mató a Liberty Valance en 1962, buena parte de la crítica de la época, que no saludó precisamente el advenimiento de un clásico, se fijó en un detalle que a los que buceamos con frecuencia en los recovecos de esta película gigantesca nos pasa perfectamente inadvertido: el hecho de que John Wayne y James Stewart, cincuentones avanzados por entonces, interpretaran a veinteañeros en los primeros flashbacks de la película sin que el maquillaje resultara demasiado convincente. Análogamente, hoy se está hablando mucho, de manera perfectamente inútil, de la técnica digital de la que se ha servido Martin Scorsese para rejuvenecer a Robert DeNiro o Joe Pesci en El irlandés, donde sus personajes abarcan un arco temporal de varias décadas. Es cierto que el truco digital distrae en los primeros minutos del film, porque por desgracia (o por suerte) la técnica aún está lejos de ser perfecta, pero la película devora tu atención tan rápido y con tanta naturalidad que el debate, si es que todavía lo hay, no tiene mucho recorrido, como no lo tuvo el del filme de Ford.
Se puede establecer una analogía más interesante entre El irlandés y el mítico western de Ford, y es que ambas pertenecen al grupo de películas testamentarias de los grandes maestros, de esas obras-compendio que llegan al final de la carrera y en las que el cineasta vuelca todo lo que ha aprendido del oficio y de la vida por el camino. Películas que se ven con la alegría nostálgica de estar recorriendo de vuelta un largo camino agradable y conocido, y de hacerlo con un viejo amigo. Frenesí es una de esas películas. También Ran. Incluso El puente de los espías. A veces, solo a veces, se da una conjunción aún más perfecta: que el maestro no solo tenga la predisposición y la actitud moral, espiritual, para redactar el testamento, sino que pueda hacerlo sin limitaciones, con profusión de medios financieros y técnicos, con holgada libertad para satisfacer sus exigencias creativas. A ese grupo, del que Fanny y Alexander es el ejemplo más preclaro, pertenecían contadísimas películas. El irlandés acaba de unirse al club.
Porque El irlandés es mucho más que una gran película. Es el tipo de obra colosal, de síntesis creativa, que en el mundo entregan cinco o seis artistas por generación, con suerte. Y es muy reduccionista decir, como se ha dicho, que Scorsese esté saldando cuentas aquí con sus películas de la mafia, cerrando una supuesta trilogía con Uno de los nuestros y Casino. No solo porque también haya ecos de La última tentación de Cristo, de Al límite, de Silencio, de Toro salvaje y de casi toda su filmografía, sino porque el cierre de cuentas que Scorsese salda aquí es con El Cine, todo él, y también con la vida. Que en su caso, ya se sabe, se confunden.
Porque reducir El irlandés a un nuevo acercamiento “scorsesiano” a la mafia es tan inexacto y perezoso como decir que John Ford es un director de westerns o Scorsese de películas de mafiosos. En El irlandés asoma el Scorsese católico, por ejemplo, con esos personajes que habitan un mundo de bajas pasiones en el que asoman inesperadamente dogmas cristianos pidiendo paso. Juegos de deslealtades seguidos de la culpa y de las ansias, aun inconscientes, de redención. La primera película del maestro, Who’s than knocking at my door? (1967) arrancaba con una madre repartiendo pan a unos niños a la mesa ante una estatua de la Virgen. En El irlandés Robert De Niro y Joe Pesci comparten una hogaza de pan en un bar mientras beben vino.
Porque El irlandés apela a todos los Scorseses anteriores, no solo a los mafiosos, y la película ni siquiera se parece a Uno de los nuestros y Casino, pues la desmitificación de la mafia que Scorsese se reservaba allí para el acto final, tras dos horas de frenesí despreocupado de sus personajes, hace aquí acto de presencia desde el primer minuto. Henry Hill decía al final de Uno de los nuestros: «Ahora soy un don nadie y tengo que vivir el resto de mi vida como un pringado». El irlandés podría ser el relato del resto de la vida de Henry Hill. Para hacerse una idea de hasta qué punto Scorsese ha relajado el metrónomo con respecto a ciertos trabajos anteriores, baste decir que Joe Pesci, al que siempre nos imaginamos perforando cuellos desde buena mañana, está contenido, casi hierático en esta película. También admirable, como admirable está Stephen Graham, que ya puede poner en su currículum que le aguantó una escena (y qué escena) a todo un Al Pacino. Y admirable está el propio Pacino, que arranca algo histrión, como suele, pero va componiendo poco a poco una filigrana fina, sutil, sensible y patética, que recuerda al Lefty Ruggiero de Donnie Brasco (Mike Newell, 1997), una de sus grandes creaciones. De Niro, análogamente, construye un personaje en el que caben varios De Niros, y no solo de Scorseses anteriores: recuerda aquí al Noodles de Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984), por ejemplo. Ese que, preguntado qué había hecho todos estos años, contestaba a la manera de Proust: «acostarme temprano». El irlandés es el relato de varios personajes que cambian desde las sombras la historia de los Estados Unidos, pero que también se acuestan temprano, y que al final de sus días comprenden haber sido poco más que marionetas del tiempo. Porque el paso lento pero implacable del tiempo es discurso y forma en El irlandés, y la película se permite de hecho, tras dos horas y media, un largo acto final lento, pausado, crepuscular y elegíaco. Un último acto con el que uno pensaría que Scorsese está despidiéndose del cine y de todos nosotros, si no fuera porque a sus setenta y siete años acaba de embarcarse en los 108 días de rodaje de una película de época de 210 minutos rodada en más de cien localizaciones diferentes. Porque la sed creativa de Scorsese, que no se ha rebajado un ápice en más de cinco décadas, debería estudiarse en los congresos de eficiencia energética.
El irlandés es el relato pormenorizado e implacable de una vida desaprovechada, de décadas de tiempo perdido e irrecuperable. Por eso la muerte sobrevuela toda la película. Un poco a la manera del Enrique IV de Shakespeare, donde todos los personajes veían la parca cerca y Falstaff, que se sabía viejo, rememoraba los viejos días con un antiguo compañero diciendo eso de «hemos oído muchas veces las campanadas a medianoche»: en El irlandés desfilan durante tres horas y media, en una historia que transcurre durante décadas, unos avejentados Robert de Niro, Al Pacino, Joe Pesci, Harvey Keitel y demás gente con la que hemos oído las campanas montones de veces. Ver esta película es por tanto una manera de recrearnos en las décadas que hemos disfrutado viéndolos en pantalla. Los 210 minutos de sus centenares de páginas de guion (qué trabajo el de Steven Zaillian) lo absorben a uno casi sin esfuerzo. Por eso lo ideal, claro, es ver El irlandés en el cine, de una sentada. Dejarse llevar por el peso del paso del tiempo. Y por eso el mayor peligro de ver esto en Netflix es la tentación de dividirlo en tres o cuatro sentadas en noches alternas, como si fuera una de esas series de todo a cien que sirven a chorro por ahí. Hacer eso es como irse a comer a un restaurante de primera categoría a lo tonto, con prisas, salir corriendo para hacer cualquier bobada y volver por la noche a que te calienten el segundo plato en el microondas. Porque esto es mucho más que una gran película, y su tono general es de testamento, y no de un cualquiera precisamente. Además, los testamentos se abren y se leen con respeto.